5 de mayo de 2013

APOLOGÍA DEL SILENCIO

Expresar su ser y su sentir es una característica inherente del ser humano. Somos el ejemplo vivo de esta afirmación, una cualidad perenne que se traduce en el incomensurable volumen de obras insertas en las numerosas ramificaciones de lo que conocemos como Cultura

Es prácticamente imposible -o harto complejo- enumerar los elementos que la Humanidad ha tomado como inspiración o, directamente, como modelo para la construcción de dichos productos culturales. Básicamente, porque todos, en un momento o lugar, o mediante cualquiera de los procedimientos a disposición de la mano humana, han sido objeto de dichos procesos creativos. Desde las fuerzas de la Naturaleza hasta las más recónditas sinuosidades de la psique individual, a lo largo de la Historia y en todas las épocas, de una manera u otra, el ser humano ha manifestado -y manifiesta- la huella que en él imprimen los componentes del cosmos, incluyéndose a sí mismo.

Pero quizá, uno de esos escasos elementos que poseen escasa representación en la cultura es, ni más ni menos, que el silencio. Hay muchas razones para explicar tal ausencia, pero puede que la principal sea que el silencio es la voz del vacío absoluto, del Infinito, de lo eterno. De aquello que se encuentra, por tanto, fuera de la comprensión y, en consecuencia, de la posibilidad de ser controlado; en el mismo terreno que en tiempos anteriores a la "cientifización" del pensamiento se incluían lo mítico, lo monstruoso, lo aterrador. Por ende, en las profundidades de ese incomparable abismo, polo de tanta repulsión como atracción, que constituye lo desconocido


Es, cuanto menos, significativo, resaltar una realidad que no suele contemplarse como tal a este respecto: el silencio no existe en la Naturaleza. Al menos, no el silencio absoluto. Incluso los entornos más hostiles tienen su propia "melodía"; así, en la extensa inmensidad de los desiertos, por ejemplo, se escucha el leve crujido de las partículas de arena al friccionarse entre sí ante la brisa más suave, o al depositarse unas sobre las otras en el lento pero perenne movimiento de las dunas. Asimismo, resulta cuanto menos significativo que, si prestamos atención al ejemplo que acabamos de proponer, una gran ciudad completamente vacía es más silenciosa y ofrece una sensación de soledad y vacío infinitamente mayor que el desierto más yermo; una impresión similar a la que produce la visión de un camposanto, con la salvedad de que en éste el silencio se traduce, generalmente, en una paz sosegada, imperturbable (el sosiego de la tumba, valga la redundancia), mientras que en el caso de una metrópoli deshabitada, es la inquietante desazón de un paisaje de Chirico el sentimiento que se manifiesta.

No obstante, pese a todo lo anterior, es posible que pocas cosas expresen tanto por sí mismas al nivel al que lo hace el silencio. Pues éste puede decir Todo o Nada sin necesidad de que se exista, siquiera, un encuentro.

Nota: la imagen que ilustra el artículo corresponde a la obra Las musas inquietantes (1916), de Giorgio Chirico, conservada en una colección privada de Milán.

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