14 de octubre de 2012

GANADOR POR MINORÍA

Existe el consenso, más o menos tácito (no desoigamos las restantes opiniones, casi inaudibles entre la masa ensordecedora), de considerar la democracia como el mejor sistema político que existe. O al menos, citando a Churchill, el menos malo de todos.
¿Es cierta esta afirmación? ¿Hasta qué punto es coercitivo el "mejor" régimen democrático?

La democracia, como se la entiende hoy en día, es el medio de gobierno preferido por las naciones occidentales. Su procedimiento teórico consiste, por resumirlo en una frase, en la elección de un representante por parte de la mayoría, que en caso de resultar ganador, aplicará (o no) las propuestas para la dirección del Estado que había establecido con anterioridad a las elecciones; estas propuestas, generalmente, guardan relación con la ideología del partido candidato. 
Este esquema muy genérico deja claro, sin embargo, el resultado de la ecuación: la sencillez aplastante del sistema de mayorías invalida la voluntad  y somete bajo la misma directriz política a quienes votan al candidato contrario, a otras opciones o, lo que es peor, a quienes votan en blanco, nulo o directamente se abstienen.
Con el voto en blanco, además, se da la polémica e injusta situación de pasar a engrosar los votos destinados a los partidos mayoritarios, que de ningún modo es excusable.

Soslayando esas "incómodas" faltas, la democracia suele ser vista como la panacea para las numerosas incoherencias de la política. Aunque no se diga directamente, los discursos en pro de la estructura democrática parecen transmitir la creencia de que ésta se presenta como el último peldaño en la escala de la Historia, la meta hacia la que deben confluir todos los regímenes políticos, el sistema "justo" por ende. La paradoja ante esto, es que ningún sistema tiene el menor atisbo de justicia.

¿Por qué no es justo ningún régimen político?

Porque, desde el momento en el que se entrega la voluntad propia al informe conglomerado de un gobierno [de cualquier gobierno], se está dando permiso a otro(s) para que tome(n) decisiones en nuestro nombre, que quizá no apoyemos o de las que ni siquiera estemos al corriente. El poder como tal no existe: no es más que la suma de voluntades individuales concentradas en una autoridad a la que, por alguna inexplicable razón, se le concede  una facultad semejante. Es el medio para obtener ese poder el que cambia y se ajusta a los requerimientos de cada etapa histórica en base a la mentalidad de la época; pero el objetivo es siempre el mismo.

No es nada raro apreciar posturas derrotistas con respecto a la implicación del ciudadano común, no sólo en la política, sino en todos los aspectos de la sociedad; el individuo es despreciado, su capacidad de decisión es ínfima, la voz disidente del uno se pierde en el griterío de la multitud. Pero hay algo con lo que ese uno cuenta, quizá lo último que le queda como afirmación de su identidad, y que nada puede arrebatarle: a sí mismo, su propio valor intrínseco como individuo.
Y es que, por oposición a lo que cabría esperar, es el individuo quien tiene en sus manos la potestad y determinación para dar origen a cualquier iniciativa que se proponga, para no escoger entre opciones prefabricadas sino para crear su propio camino. 

Es algo que, por tanto, todos poseemos, y del que podemos hacer uso, si nos lo proponemos, para que no seamos otros que nosotros quienes dirijamos el curso de nuestro destino. Ser, en suma, los protagonistas, los héroes de nuestra propia vida.

Puede que un solo individuo no cambie el mundo, pero sí su mundo, aquel en el que vive.



 Estudio de nubes y aves en vuelo, John Constable, 1821

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